Érase una vez un mundo acechado por las tinieblas. Un territorio cuya historia, escrita con letras de sangre, ha visto nacer, crecer y morir a grandes reyes, míticas órdenes de héroes y perversos engendros y magos. Una región tan fantástica como recóndita donde las desventuras de humanos, enanos, elfos y todo tipo de criaturas exóticas rubrican las páginas no de cientos, sino de miles de volúmenes que apenas se conservan los trazos de la historia de héroes fenecidos siglos atrás.
No es necesario escribir mucho más para que cualquier lector de perfil medio reconozca los clásicos elementos e influencias de una visión romántica del Medievo que aderezadas con una pizca de fantasía alimentaron durante años las obras de escritores clásicos como Robert E. Howard y J.R.R Tolkien. Universos tan ricos como míticos, cuya presencia en la cultura popular ha dado a luz a un complejo literario, audiovisual e interactivo que en la última década parece haber vuelto a la palestra de mano de las grandes productoras occidentales.
Que
Bioware tiene –o tenía- una habilidad especial para contar grandes historias es una certeza indudable.
Baldur’s Gate,
Neverwinter Nights,
Star Wars: Caballeros de la Antigua República o el mismísimo
Mass Effect, durante cerca de una veintena de años la desarrolladora canadiense ha conformado una red de franquicias que de una manera u otra han cambiado la industria reformulando, ampliando o simplemente añadiendo pequeñas pinceladas propias al RPG occidental, un género que hasta hace apenas una generación era prácticamente pasto de compatibles.
Historias complejas pero bien hilvanadas con unos cimientos profundos como las raíces de un árbol milenario. Mundos de fantasía plagados de regiones de ensueño, seres fantásticos, tesoros legendarios y peligrosas mazmorras. Decenas de decisiones trascendentales, centenares de actividades principales y secundarias, recopiladas, condensadas, ornamentadas y entregadas al consumidor en pos de cubrir las necesidades de un colectivo que empezó con literatura, continuó con lápiz y papel y terminó encontrando en el sector ocio-electrónico una nueva senda para su afición.
Posiblemente
Dragon Age: Origins fue una de las grandes sorpresas de la última década. Con la complicada vara de medir que suponía la etiqueta de ser el heredero espiritual de
Baldur’s Gate pero con la seguridad que ofrece el cobijo del ala de la desarrolladora de Edmonton, las crónicas del Guarda Gris se dibujaban sobre una propuesta añeja, alejada de grandes alardes técnicos que cedían ante una experiencia más completa y satisfactoria, digna de convertirse en un auténtico referente aun sin necesidad de reinventarlo. Un clásico instantáneo que reflejado en la franquicia
Mass Effect decidió virar el timón en su segunda entrega para buscar nuevas experiencias.
Menos profundo y trascendental, pero más dinámico; más reducido, pero más detallista; menos táctico pero más fulgurante y espectacular.
Dragon Age II generó fieles y detractores a su paso enfrentando las clásicas dichas de “renovarse o morir” y “cualquier tiempo pasado fue mejor”. El romanticismo del cantar de gesta de
Origins se diluía tras un tupido velo que cubría a héroes, villanos y el virtuosismo de las grandes contiendas entre estos para encuadrar su objetivo sobre la triste figura de un colectivo generalmente olvidado: las víctimas de guerra.
Una vida asolada por la Ruina, un grupo de refugiados que sobrepasados por la situación ven como su futuro se desvanece como una vela que titila antes de apagarse, un lienzo desgarrado cuyo destino queda enlazado a los pútridos suburbios de la ciudad de Kirkwall. La trama de Hawke y compañía se desligaba cuasi por completo de las grandes hazañas del protector de Ferelden para cruzar el angosto Mar del Despertar y emplazarnos en la piel de un grupo de antihéroes cuya única finalidad se encontraba en escalar peldaños entre las castas de la pérfida “Ciudad de las Cadenas”.
Al igual que ocurriera con Shepard en su segunda epopeya,
Dragon Age II hilvana su argumento sobre las puntadas que aportan nuestros compañeros, convirtiendo al grupo en hilo conductor en lugar de subyugarlo a un macrocontexto para definir dos corrientes argumentales claras que a lo largo del título tropiezan una y otra vez hasta encontrar un nexo en común en el último acto.
Una propuesta sin duda más cinemática, digna de las grandes superproducciones de la meca del cine. El lavado de cara también se aplicaba a una jugabilidad que talaba parte de las amplias ramificaciones tácticas y de personalización de Origins para mostrar un entorno más cercano al nuevo usuario que deslumbrara más por su apariencia amigable e intuitiva que por la profundidad típica de los clásicos del género.
Ambas entregas se posicionaban así como dos de las propuestas más atractivas del género, convirtiéndose la primera en un auténtica obra de culto para dejar a su sucesor en un excelente título cuyo único pecado fue alejarse de la senda que encumbró a su padre.
Ni Guardas Grises, ni Campeones, un nuevo juez dictará sentencia sobre el mal: la Inquisición. Cuentan las leyendas que cuando el mundo esté sumido en la oscuridad, un hombre se erigirá sobre reyes y órdenes para traer el caos o la destrucción al mundo. Tras la reciente Ruina y el caos de la batalla de Kirkwall, la estabilidad de las regiones de Thedas vuelve a tambalearse.
Al igual que ocurriera en la antigüedad, cuando el imperio de Tevinter se erigía como la potencia soberana, la magia de sangre riega una guerra abierta entre apóstatas y templarios. El campeón de Kirkwall, Hawke, protagonista involuntario del alzamiento ha desaparecido y junto a él la figura del Guarda Gris de Amarantine, protector de Ferelden y luz guía de humanos, enanos y elfos durante la última Ruina.
Vientos de tragedia soplan sobre un campo de batalla cuya continua contienda termina por provocar lo que los antiguos más temían: una brecha en el Velo. Las naciones se derrumban, los dragones cubren el cielo y millares de demonios cruzan el maltrecho corredor que separa el mundo de ensueño del real. Entre muerte y desolación, dolor y las cenizas, pánico y odio, una nueva silueta alza su arma al cielo dispuesta a acabar de una vez con todas con la oscuridad que se cierne sobre el mundo:
el Inquisidor.
Libertad, profundidad y diversión son los tres objetivos que el equipo canadiense se ha propuesto para Dragon Age: Inquisition. Con
The Elder Scrolls V: Skyrim como fuente de inspiración y tras la tibia recepción de los serpenteantes y reducidos mapeados de Kirkwall y sus alrededores, Bioware apuesta por trasladar esta vez la acción a un mundo totalmente abierto donde las limitaciones propias del mapeado queden reducidas a los lindes propios de las regiones.
Desde la clásica perspectiva en tercera persona de la franquicia podremos recorrer con total libertad bosques, desiertos, ruinas o cuevas recreándonos en los miles de detalles que oculta cada rincón de un mapeado que promete quintuplicar el territorio mostrado en Origins, exponente hasta la fecha en lo que a extensión se refiere en la franquicia.
Humano, elfo, enano o qunari, la imagen del Inquisidor se alzará imponente gracias a la capacidad de Frostbite 3, el motor desarrollado por DICE y que a lo largo de sus versiones ha deslumbrado a los jugadores de sagas como Battlefield. Con PC como plataforma base, la soberbia visual de la próxima generación se desata por completo bajo el ala protectora del motor de la desarrolladora sueca, demostrando un complejo de entramados, texturizados, distancias de dibujados y juegos de luces acordes a lo que cabría esperar de un título a la altura de los más grandes exportando además uno de los principales atractivos de Frostbite: la destrucción de escenarios...
Esta característica generará que nuestras acciones sean capaces de sembrar caos y destrucción por doquier añadiendo un elemento táctico al combate que en ciertas zonas se expandirá más allá de las clásicas trampas, sumando a su elenco de posibilidades objetos arquitectónicos del decorado que derribar para rodear, atrapar o incluso aplastar a nuestros enemigos.
En más de una ocasión Bioware ha declarado que su objetivo es recuperar las clásicas sensaciones de combate del título primigenio de la saga, dotando a los enfrentamientos de una perspectiva más táctica que sin embargo no renunciará a la espectacularidad de
Dragon Age II. Equilibrar nuestro grupo será tan importante o más que saber leer el estado del terreno o la disposición de las tropas enemigas, convirtiéndose cada batalla en un sesudo compendio de acrobacias, magias, explosiones y órdenes de equipo que se apoyarán en una notable mejora de la IA aliada.
Viejos conocidos y nuevas caras sumarán sus armas a la causa del Inquisidor conformando un grupo completamente heterogéneo en el que destacarán personajes clásicos como el dicharachero Varric y su fiel Bianca o Cassandra Pentaghast, la buscadora de la Capilla encargada de dirigir la narración de la historia del Campeón de Kirkwall junto a Varric.
Para gozo de los fans,
Dragon Age: Inquisition no renuncia a sus orígenes y mucho menos a las decenas de horas que los jugadores habituales de la franquicia han dedicado a su criatura, implementando
la posibilidad de importar las partidas -aunque de momento no ha sido desvelado el método- de las dos primeras entregas para generar la celebrada sensación de continuidad que se encargó de inaugurar la saga
Mass Effect. Decisiones trascendentales, pequeños guiños, conversaciones sin importancia o el mismísimo regreso de Morrigan… de una manera u otra nuestras hazañas pasadas en Thedas se verán plasmadas en la historia del Inquisidor jugando un papel nimio o fundamental dependiendo del peso de éstas.
Y es que al fin y al cabo existen múltiples caminos para lograr los objetivos, algo por lo que la desarrolladora canadiense viene apostando desde hace años. Aferrarse a los extremos y pagar las consecuencias o tratar de resolver el conflicto por medios más neutrales aun a riesgo de acabar ante un rotundo fracaso. El rol de nuestro alter ego digital volverá a permitirnos encarnar desde un salvador cuya máxima sea alcanzar sus objetivos con los mínimos daños colaterales al del clásico ser despiadado al que poco le importará arrasar un aldea si con ello logra infligir un duro golpe a las tropas rivales.
Libertad ante todo, pero siempre con un precio a pagar. Las decisiones en
Dragon Age: Inquisition se postulan nuevamente como uno de los ejes sobre el que pivotar el resto del título, legando al consumidor una experiencia que de acercarse mínimamente a lo prometido será capaz de ofrecer batalla a la dura competencia que se avecina.
De una manera u otra los engranajes vuelven a rodar, esta vez sin visos de detenerse. La marcha de Ray Muzyka y Greg Zeschuk no parecen haber afectado en nada a los planes de Electronic Arts para la franquicia, que orgullosa avanza sin demora hacia las plataformas actuales y de nueva generación. Los últimos meses de 2014 auguran una batalla encarnizada entre algunas de las grandes propuestas del sector y
Dragon Age no piensa faltar a su cita.